Homenje a un trashumante: Antonio Fernandez "el zorro". Un referente en la ganaderia brava.

 

Articulo publicado el 1/12/2024en el diario Jaén

Foto aportada por la familia de Antonio

Nos encontramos en plena trashumancia. En los agostaderos se han dejado sentir los primeros fríos, preludio del invierno. Los hielos y las nieves están a las puertas. Los trashumantes recogen los ganados y, como cada año, emprenden la vereda que los llevará a tierras más cálidas: los pastos de invernada. Allí permanecerán hasta la llegada del calor, que secará los campos y los hará regresar nuevamente a las tierras altas. Es un ciclo que se ha repetido ininterrumpidamente durante siglos.

El tiempo pasa y todos envejecemos. Este año no veremos pasar a algunos ganaderos emblemáticos. En la historia del mundo hay personajes que quedan en la memoria colectiva de la sociedad, pero el personaje más importante para cada uno es aquel que permanece en sus recuerdos. En mi caso, conservo pocos, pero entre ellos está la figura de Antonio Fernández García, "el Zorro", a quien admiro desde mis años de mozalbete.

Cada otoño, año tras año, Antonio trasladaba sus reses bravas desde Santiago de la Espada (Jaén) a los pastos de Sierra Morena. Al finalizar la primavera, el recorrido era a la inversa. Nunca me perdí su paso por las dehesas de Navas de San Juan. He visto innumerables jinetes a caballo arreando vacas, pero ninguno con el porte y señorío de Antonio. Su figura se mantuvo intacta hasta el último día que le vi a lomos de su caballo blanco, siempre delante del hato de vacas, marcando el camino y cubierto con su sombrero campero de ala ancha, que realzaba su presencia y dejaba claro que era él quien atesoraba la sabiduría.

Desde la distancia y en silencio, lo escuchaba platicar con los miembros de mi familia. Su oratoria era desenvuelta y fluida; sus ojos, achinados y entrecerrados, pero vivos, escondían a una persona avispada e inteligente, con mucha sabiduría aprendida en la universidad de una vida que nunca fue fácil. Mi familia decía que era el mejor domador de bueyes de la región. "De casta le viene al galgo", decían. Antonio nació en el seno de una saga de excelentes domadores de bueyes. Tanto su padre, de quien heredó el apodo, como su abuelo, apodado "el Cocina", fueron trashumantes de ganado bravo. Como él, sus antepasados gozaron de gran renombre en la difícil destreza de afinar una parada de cabestros.

Recibió de su padre unas pocas vacas, pero lo que es hoy la ganadería la montó él mismo. Con apenas quince años, comenzó en este oficio. La mayoría de sus reses son del encaste Samuel Flores. Como él decía, los animales se venden "para lo que salga": capeas, festejos populares, encierros. Antonio, a sus 81 años, con sus condiciones físicas y psíquicas ya mermadas, se encuentra apartado de lo que fue el eje de su vida: las reses de lidia. Uno de sus hijos, Manuel, quien ha estado junto a Antonio desde que apenas podía valerse en este mundo, decidió, junto con su esposa, continuar el camino recorrido por su padre, abuelo y bisabuelo, tanto como ganadero como de domador de cabestros. ¡Suerte, familia! Merecéis tenerla. Los domadores de cabestros son una raza en peligro crítico de extinción.

Los bueyes, cabestros o mansos —términos que reciben estas nobles bestias, aunque el correcto es "cabestro"— son imprescindibles en la trashumancia. Hay que atravesar pueblos, carreteras, puentes y ríos, donde su labor de dirigir y proteger al resto de las reses es fundamental. El camino es duro: lluvia, frío, calor, sed… Lo que más temen los ganaderos y los animales son las tierras de campiña. En ellas, los animales se agotan y deben disminuir el paso.

Los becerritos débiles hay que subirlos al remolque. ¡Suerte que hoy existen vehículos! Los caballos pierden herraduras por el efecto ventosa que produce el barro. Las reses se retrasan o se quedan atrás, y aquí los cabestros son fundamentales para devolverlas al hatajo.

Cuando atraviesan el río Guadalimar, todos respiran aliviados. El terreno mejora para caminar. ¡Entramos en tierras de dehesa! Antaño, todo se llevaba en un burro o una mula: escasa ropa y poca comida. Si llovía, se mojaban. Hoy en día incluso hay hateros. Defendamos y conservemos nuestras tradiciones y esta forma de vida que ha perdurado hasta nuestros días. No lo hagamos solo por romanticismo, sino porque ha demostrado ser beneficiosa para todos.

Los primeros rayos del sol apenas despuntaban cuando el hato de vacas se ponía en marcha. Antonio siempre decía que en la trashumancia los días comienzan temprano, cuando el frescor aún acompaña y el ganado está más dispuesto a caminar. Los cabestros, en su labor paciente y disciplinada, abrían paso a las reses bravas.  

El golpeteo rítmico de los cascos de los caballos y el tintineo de los cencerros componen una sinfonía que solo quienes hemos vivido la vereda sabemos apreciar. A medida que hacemos camino, el paisaje cambia. Los estrechos senderos de montaña dan paso a campos abiertos, más tarde, a las tierras onduladas de la campiña, donde el barro parece querer tragarse a los animales y hombres que, sin flaquear, siguen adelante. Antonio decía: “El camino no espera, ni el tiempo tampoco”. Su experiencia le enseñó que, aunque el cansancio apriete, cada paso cuenta, y que rendirse nunca es opción para quienes dependen de los animales.

Recuerdo como si fuera hoy el día que, de adolescente, le seguí durante unos kilómetros. Mi padre me había dicho que no debía ir tan lejos, pero la curiosidad era más fuerte. Desde la distancia, observaba a Antonio dar órdenes con precisión y mesura, como si todo estuviera bajo control. Su figura sobre el caballo blanco era la de un caballero medieval con los cabestros como fieles escuderos. No podía dejar de admirarlo.

Al mediodía, las paradas son inevitables. En los descansaderos, lugares designados desde hace siglos para dar respiro al ganado, se viven momentos de calma tensa. Mientras los animales rumiaban, los hombres aprovechaban para comer algo rápido y revisar el equipo. Siempre hay tiempo para contar una anécdota o compartir un cigarro, aunque las palabras son pocas y el silencio del campo lo llena todo. Antonio decía que antaño con un trozo de pan duro, un poco de queso y un vaso de vino. “se ha tirado pa'lante toda la vida”. Los trashumantes son hombres austeros, como la tierra que los vio nacer.

Al llegar a la dehesa, los ánimos cambian. Las vacas recuperan la energía y los cabestros caminan con más ligereza, sabedores de que la parte más difícil ha quedado atrás. Los ganaderos  levantan la mirada al cielo y, con una media sonrisa, dicen: “Aquí empieza lo bueno”. Para ellos, la dehesa no es un lugar de paso, sino un hogar temporal donde el ganado descansa  y se alimenta, y el hombre encuentra la paz y olvida las penalidades del camino.

Una tarde, sentado bajo las ramas de una encina, le pregunté por qué seguía haciendo lo que hacía, a pesar de las dificultades. Me miró con sus ojos achinados y vivos, y me respondió: “Porque mientras pueda levantarme cada mañana, montar a mi caballo y escuchar el eco de los cencerros, sé que estoy vivo. Y eso, muchacho, no lo cambia ni todo el oro del mundo”.

 

Desde entonces entendí que la trashumancia no era solo una práctica ganadera; era una forma de vida, una conexión ancestral con la naturaleza, un testimonio de resistencia y humildad de quienes dedican su vida a cuidar lo que aman.

Ahora que Antonio ya no lidera el hato. Miro al horizonte con nostalgia. Su hijo Manuel lo hace bien, pero falta esa figura inconfundible con su sombrero de ala ancha. Aun así, cuando las esquilas de los cabestros resuenan en la lejanía, sé que la tradición sigue viva, aunque sea con otros nombres, con otras manos.

El sol se oculta, y con él se lleva los recuerdos de otras veredas. Pero en mi memoria, Antonio sigue cabalgando.

Los días de trashumancia son puzle de desafíos, fracasos y pequeñas victorias. Las noches, en cambio, traen un silencio peculiar, roto por el sonido de las reses rumiando, el tintineo de los cencerros de los cabestros, moviéndose inquietos, y los suspiros del viento entre las encinas. Los hombres encienden una hoguera y comparten historias: relatos de juventud, encuentros inesperados con lobos en los viejos tiempos o anécdotas sobre toros, perros... las historias contadas por Antonio, con su voz pausada y acompañadas por el chisporroteo del fuego, eran hipnóticas.

Lo que más impone en la vereda no son los lobos ni las tormentas, sino los ríos. Protagonistas de más de un susto. Hay años en los que las lluvias los desbordan, y cruzarlos se convierte en un acto de fe.  

Con el tiempo, las cosas comienzan a cambiar. Las viejas veredas, esas rutas históricas que han sido transitadas por generaciones de trashumantes, comienzan a desaparecer invadidas por cultivos, cortadas por carreteras o urbanizaciones. Lo que antes era un trayecto continuo se convierte en una sucesión de obstáculos burocráticos y físicos. Antonio lamentaba esas pérdidas, pero nunca dejó de hacer la vereda, adaptándose a “lo que habia” con la misma tenacidad que siempre lo había caracterizado.

Recuerdo el último año que lo vi a caballo. Estaba claro que el tiempo había hecho mella en su cuerpo. Sus manos, curtidas y fuertes en otro tiempo, temblaban ligeramente al sujetar las riendas. Sin embargo, su mirada seguía siendo la misma: firme, serena, llena de sabiduría. Se detuvo junto a mi familia, y bebió agua despacio, como si saboreara no solo el agua, sino el momento mismo. “Esto no dura para siempre”, dijo. “Pero mientras dure, hay que hacerlo bien”. Esa fue la última vez que lo vi liderar su hato. Poco después, pasó las riendas a Manuel, que tiene una difícil meta: ¡llenar los zapatos de su padre!

Ahora, cada otoño y  final de primavera, sigo esperando el paso del hato, aunque sé que Antonio ya no está al frente. Cuando escucho el eco de los cencerros en la distancia, una mezcla de nostalgia y orgullo me invade ¡La trashumancia sigue viva!, pero también sé que las tradiciones, al igual que las personas, necesitan cuidado para no desaparecer.  Por eso, cuando veo a Manuel liderar el hato, siento esperanza. Antonio deja más que un legado de reses y cabestros; deja una forma de entender la vida, un respeto profundo por la naturaleza y lecciones que nunca olvidaré. Estas no se encuentran en los libros

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